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Demetrio era un niño que, aunque cantaba, silbaba, corría y jugaba como todos los niños, no era obediente ni le gustaba ir a la escuela. Pues bien, aquella mañana de un día olvidado por el tiempo, nuestro personaje, en vez de asistir a clases, dejó el maletín con los libros en el viejo parquecito del pueblo y, cauchera en mano, se marchó para el campo a dispararle a los alegres pajaritos y a pequeños e inocentes animalitos silvestres.
Demetrio era un niño que, aunque cantaba, silbaba, corría y jugaba como todos los niños, no era obediente ni le gustaba ir a la escuela. Pues bien, aquella mañana de un día olvidado por el tiempo, nuestro personaje, en vez de asistir a clases, dejó el maletín con los libros en el viejo parquecito del pueblo y, cauchera en mano, se marchó para el campo a dispararle a los alegres pajaritos y a pequeños e inocentes animalitos silvestres.
Olvidado del maletín, de los libros y la escuela, nuestro pequeño
cazador se adentró en la selva, absorto
y distraído en su ojeo; pero cuando quiso retornar al pueblo reventó en llanto
al ver que había perdido el rumbo y no encontraba el camino de regreso. Cruzó entronerados territorios, trepó empinados
cerros y se perdió en la tétrica manigua llamando a gritos, una y otra vez, a su mamá y a su papá. Así, desesperadamente, se lo tragó la noche
sin haber probado comida y ahogándose de la sed.
Entre tanto, en el pueblo la gente indagaba por
Demetrio. Nadie lo había visto. Lo buscaron en la escuela, por las calles, en
casa de los tíos y amigos; en las fincas aledañas, por los arroyos y, ya
cansados de buscar, pidieron ayuda al
Alcalde Municipal, al sacerdote del santísimo
templo parroquial y fueron a la Inspección de Policía a denunciar la
desaparición del niño.
Tomasa, la mamá, era un rosario de lágrimas y, casi a gritos, imploraba de rodillas al Dios de las alturas: “Padre Celestial, protege
a mi niño de rayos, relámpagos y centellas de la impetuosa tormenta tropical;
del colmillo de la serpiente venenosa; de la garra del felino hambriento; de
picaduras de insectos ponzoñosos; de rasquiñas de plantas urticantes y de los
misterios que la selva encierra. Te lo pido por los nueve meses de embarazo de
la Santísima virgen María, por la sangre y los tres clavos de Cristo”.
Cierto día del tiempo olvidado por los ancianos del
pueblo, mientras el cura oficiaba en el templo y al momento de la homilía,
cuando con voz ronca y cansina proponía a los fieles: “Todo aquel que informe
dónde se encuentra el niño perdido será recompensado con tantas indulgencias
cuantas sean necesarias. Corrijo, el niño no se ha perdido, el niño se
encuentra extraviado”; llegó, como alma acosada por satanás, un aborigen que,
golpeándose fuertemente el pecho con la palma de su mano derecha, gritó en la puerta de la iglesia con una
terrorífica voz salida del infierno:
¡He visto en terrenos de “La Patoquera” el fantasma
del niño perdido!
Y cayó muerto bajo el campanario como un gran
Filípides Mocaná, pues murió después de haber corrido cuarenta y dos kilómetros
desde “La Patoquera” hasta el campanario de la iglesia del pueblo.
Los feligreses confundidos, olvidándose del cura, de la misa y del muerto; se desparramaron intempestivamente
por los alrededores. El sacristán perdió el conocimiento y cayó de bruces. Un gato negro salió en estampida del
confesionario, pasó por debajo del púlpito y se metió en la sacristía. El cura,
mirando al techo, sin dar la bendición y sin santiguarse exclamó:
¡Avé María Purísima. – Y salió corriendo para encerrarse en la casa
cural.
Por muchos días, se sumió el pueblo en una taciturna quietud
apropiada para alimentar soporíficas modorras y parcas lentitudes. Sólo se hablaba de
fantasmas, espantos, duendes y apariciones. Los niños no salían a la calle y
asistían puntuales a la escuela con sus padres. Las amas de casa no abrían las
puertas ni las ventanas de la calle. El pueblo parecía un pueblo fantasma. Los
campesinos iban a sus labores con el credo en la boca, rosarios santificados y
consagrados crucifijos.
Este pueblo hay que exorcizarlo.
Y partió en busca de su vaca “Flores Negras”,
extraviada hacía días. Atravesó llanuras, valles, montañas, selvas, arroyos;
que buscando y buscando llegó a un viejo y abandonado cambuche mocaná. Se apeó
del noble animal y, en cuclillas, se
recostó a uno de los horcones con la intensión de probar un bocado de la poca
provisión que llevaba en su mochila, consistente en un trozo de queso fresco y
unas torrejas de bollo de yuca; cuando escuchó unos ronquidos provenientes del
zarzo. Subió a él gracias a una rústica y deteriorada escalera que allí estaba
e impresionado vio al fantasma del niño perdido que dormía profundamente.
Sobresaltado ante aquella espantosa visión, se tiró del zarzo en un santiamén y cual
centella en la tormenta montó en su mulo, lo taloneó y se alejó en estampida
olvidándose de la mochila, del queso y el bollo. Cabalgó largo trecho con un
incontrolable temblor en las manos que, frotándoselas fuertemente, se las pasó
por la cara y reflexioné al momento:
-
¡Caramba, los fantasmas no duermen!
Retornó al cambuche y volvió a subir al zarzo.
Despertó al fantasma del niño con nerviosismo y mucha cautela. Lo llamó con voz
frisada:
-
¡Demetrio! ¡Demetrio! ¿Eres tú o eres un fantasma?
¿Estás vivo o estás muerto?
El niño estiró sus brazos, abrió los soñolientos ojos
y despertando de su aletargado sueño, gritó con la alegría extraída de los
recónditos rincones de la esperanza:
-
¡Abuelo!
-
¡Demetrio, eres tú hijo mío! ¡Tanto buscarte! ¡Te
creíamos muerto! – Respondió el abuelo
El niño parecía un penitente con todo el cuerpo lleno
de laceraciones y picaduras de insectos; el cabello le caía en los hombros,
despeinado y sucio como su cuerpo; además, descalzo y harapiento.
El pequeñín montó en las ancas del mulo y partieron como un rayo para el pueblo,
donde fueron recibidos con temores y recelos porque pensaban que era el
fantasma del niño perdido que iba con el abuelo sin ser visto.
Llegaron a la casa y la madre los recibió con llanto
emocionado, mientras el abuelo le hablaba en tono cordial:
-
Tomasa, aquí te traigo el niño perdido, lo encontré
dormido en el zarzo de un cambuche mocaná, en los terrenos de “La Patoquera”.
-
Abuelo, con respeto le digo: el niño tiene nombre, se
llama Demetrio y le doy las gracias por haberlo encontrado. – Le contestó la
madre.
A la puerta de la calle se le puso tranca, porque todo
el pueblo quería ver al niño perdido. Sólo al alcalde se le permitió entrar a
verlo, quien peguntó:
-
Doña Tomasa ¿Y cómo está el niño perdido?
-
Señor alcalde, me hace el favor, el niño tiene nombre,
se llama Demetrio y se encuentra bien. – Respondió Doña Tomasa.
Hoy, nadie sabe el nombre de nuestro personaje, todos
lo conocen como El Niño Perdido. Además, está viejo, sordo y ciego; no encontró
pareja y vive arrepentido por no haber asistido a la escuela.
Autor: FERMIN
MOLINA VARGAS
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