El sol parecía matar
el tiempo observando el insoportable tránsito vehicular de la gallarda, pujante
y carnavalera Puerta de Oro de Colombia; corría una moderada brisa, que no era
cualquier brisa, era la despreocupada y jacarandosa brisa del Caribe.
Aquella mañana iba en mi pequeño automóvil transitando por la
calle setenta, pensando en la libertad porque me sentía esclavo de mis
obligaciones y, cuando llegué a la carrera cuarenta y cuatro, tuve que
detenerme porque el semáforo estaba en rojo y, mientras esperaba a que
cambiara, sentí el chiflido de una mariamulata que, surcando el aire, se voló
el semáforo y se posó orgullosamente en la otra acera de la cuarenta y cuatro.
Y sentí envidia de la
libertad de las mariamulatas; ellas no
respetan ni obedecen normas porque no las tienen; tampoco policías ni directores de tránsito; su
territorio es el salitroso espacio del soberano Mar Caribe y son las mismas de
Barranquilla, Cartagena o santa Marta y, como no hacen aduana ni necesitan
pasaporte alguno, las vemos en Panamá y en Venezuela.
Ellas no conocen sistemas laborales ni el valor de la moneda;
por lo cual, no trabajan ni timbran en
relojes que marcan la exacta puntualidad
e ignoran las medidas del tiempo; no aran ni riegan; no siembran ni cosechan; no
protestan ni se lamentan; no esperan a nadie y a nadie buscan; sus únicas actividades son volar y volar; volar
y tragar el alimento que a su paso encuentran; y, como no saben de racismo ni
de discriminación, la parda hembra vive engreída de su negro compañero
Y pensando y pensando, pensé, además, que son inmortales ya
que nunca se ha visto el cadáver de una mariamulata; ellas no mueren de viejas,
ni de hambre, ni de sed; ni por pestes impredecibles, ni en las garras del
artero gavilán, ni por estertores de mortíferos venenos, ni por lamentables accidentes
del tránsito vehicular, ni por centellas de implacables tormentas, ni por golpes
certeros de caucheras endemoniadas, ni por heridas mortales del implacable proyectil… Y pensé despectivamente en voz alta: “Quien las
ve confundiéndose con los peatones”
Al cambiar el semáforo, puse en marcha mi pequeño cinco puertas,
atravesé la avenida y me detuve al lado
de la mariamulata que parecía indiferente ante el azaroso mundo de los humanos;
bajé el vidrio y le grité con la voz desesperante del condenado: “¡Oye tú, te sientes
engreída y privilegiada porque nuestro Padre Celestial te eternizó en el
hábitat de mi Caribe alegre y tropical… Sí tú… contigo hablo… Te crees la reina
del Caribe; orgullosa y altanera; sigue así con tu chiflido, mofándote de la falsa libertad de los hombres!”
Ella, me clavó una fría
mirada de compasión y, soltándome su agudo chiflido, levantó el vuelo hacia el espacioso
cielo de la libertad sin límites; y yo, con mi carga de responsabilidades me
perdí en el duro concreto de las ineludibles obligaciones, añorando la libertad
de la perpetua y soberana mariamulata.
FERMIN MOLINA VARGAS
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