Fermín Molina Vargas

¿Me preguntas a qué me dedico?

- En verdad de verdad… yo me dedico a ser quien soy, sin saber qué debo hacer para ser quien debo ser en un futuro; siendo que soy, sin saber quién soy ni lo que debo hacer para ser lo que quiero ser cuando ya sea lo que no soy; y , cuando sea lo que no sé si sea, quizá quiera ser lo que ahora soy: ¡Pensando ser lo que quiero ser, sin saber lo que soy!

Fermín Molina Vargas

lunes, 30 de diciembre de 2013

El Papá Dios de los Pobres

Cuento publicado el día domingo 29 de diciembre de 2013 en el SUPLEMENTO LITERARIO del Diario LA LIBERTAD de Barranquilla; periódico de amplia circulación en la Costa Caribe colombiana y la segunda parte el domingo 2 de febrero de 2014

“Agüelo, Papá Yos me va a poné una moto así de gande ”
(Deseos de mi pequeño nieto “motocrossista” Jairo Andrés )

Carlos tomó su acostumbrado taburete, lo recostó sobre el viejo tamarindo del amplio patio de su casa y se sentó en él; se quitó el sombrero, lo colocó sobre una de sus rodillas y miró al cielo huérfano de nubes promisorias; sus cultivos no alcanzaron a dar su anhelado fruto por falta de unos cuantos aguaceros bien distribuidos en el año y, sin dinero en sus bolsillos, se martirizaba pensando en la Nochebuena que se acercaba; Papá Dios no entraría por las claraboyas de su casa a llevarles el aguinaldo a su hija Sofía quien quería una barbee con su castillo y una muñeca de las que entonan canciones y unos patines y una batería de plásticos juguetes para su cocina imaginaria, además: zapatos y vestidos y coronas para reinas de belleza, porque ella era la reina de la casa; entre tanto, Andrés, menor que Sofía, soñaba con una bicicleta para pedalear a la velocidad del viento; soñaba, también, con una cuatrimoto tan veloz como lo manda la imaginación, con un helicóptero a control remoto y con un balón de fútbol para meterle goles al mejor arquero del mundo y unas manillas con un buen bate para batearle jonrones al mejor pícher de grandes ligas.

Carlos volvió a la realidad, se colocó el sobrero sobre su tostada y semiplateada cabeza, se puso de pie, se apretó el cinturón y partió, decidido, en busca de Papá Dios en las calles de su pueblo; y, como siempre, se dirigió inicialmente a casa del gamonal para pedirle dinero a cambio de trabajo, de donde salió con las manos vacías porque a Don Fulgencio el ganado se le moría flaco y macilento en los campos carentes de pastos vivificantes

Triste y cabizbajo, condenando la excusa del ricachón de pueblo, partió para la plaza y allí estaba el titiritero y el payaso, el cacharrero y el herrero, el plomero y el malabarista, los compadres y los ahijados, los ilusos y los ingenuos, los necesitados y los humildes; y todos, como Carlos, buscando a Papá Dios, sin respuesta positiva, habían visitado al gamonal y a los pudientes del pueblo porque sabían que lo guardaban bajo alcahuetes colchones de algodones anudados, en viejos escaparates de flores en alto relieve o en anacrónicos baúles de tapas abrillantadas por el sobijo; quiso retornar pero una voz conocida lo detuvo cuando oyó un pregón que se escuchó en las cuatro esquinas de la plaza: “El que duro apunta duro gana”. Era Don Luis Donado llamando a los apostadores a probar suerte en su ruleta inmortalizada por los designios de la popularidad y, Carlos caminó, decidido a ganarse el “Papá Dios” de sus hijos, hasta llegar a la ruleta; sobre el tapete de la mesa invitaba el conejo y la garza, el águila y la jirafa, el perro y el gato, el sol y la luna; y, también, el uno, el dos y el tres; el cuatro, el cinco y el seis; el siete, el ocho y el nueve; el cero y el doble cero. Carlos esculcó sus bolsillos y sacó lo poco que llevaba en ellos, quiso apostarle a la garza pero gritó Don Luis Donado: “¡Fuere mano! ¡No se acepta apostar cuando faltan dos vueltas Para pararse la ruleta!”. La brisa del Caribe ayudaba al rodamiento de la ruleta; en la plaza, los asiduos parroquianos, sin sonrisa en sus rostros, se martirizaban pensando en un Papá Dios cargando el saco repleto de juguetes inagotables para sus hijos buenos y, al detenerse la ruleta, Don Luis Donado sonriendo y mirando a Carlos, su primer apostador del día, anunció con propiedad la figura ganadora: “¡Conejo… No come lejos!”; El viejo fullero mostró el conejo en el tapete y decidió poner a girar la ruleta en un nuevo lance, soltando su frase para motivar a los apostadores: “Va nuevamente la suerte, quien duro apunta duro gana!”. Carlos miró el tapete, seguía enamorado de la blancura de la garza y la miraba, también, una y otra vez pasar erguida en la ruleta que giraba y giraba hipnotizando al apostador; él la estaba calculando fríamente, no podía fallar; aquella garza tenía que pararse triunfante en la indicadora plumilla, contó el dinero y lo colocó justo en el ala de la zancuda que miraba coquetona en el tapete. Nuestro amigo, en fracción de segundos, se sintió sin un centavo y pensando que el desayuno de sus hijos volaría con la garza a los bolsillos del viejo ruletero de ojos picarescos , con la rapidez del rayo, retiró la apuesta y se fue para la casa con la mirada enterrada en el desencanto y pensando que el aguinaldo llegaría con los reyes magos.

Y en la mañana del veinticinco de diciembre, mientras las hijas e hijos de las familias pudientes se divertían a sus anchas con el Papá Dios que los retoños de Carlos anhelaban, en un rincón de una casa de bahareque, Sofía miraba a los abotonados ojos de su muñeca de trapo y en el amplio patio, Andrés saltaba y corría; corcoveaba y relinchaba jineteando su rústico caballito de palo.

Y cuando el mundo de los ricos se olvidaba de la sonrisa de los niños pobres; Carlos, recordando sus mejores tiempos y condenando los años tan difíciles que vivía, soltó un grito que se ahogó en el torrente impetuoso de su corazón dolido.

¡Ah mundo, si te viera mi abuelo por un hoyito!

II

De aquel veinticuatro de diciembre, recordaba el abuelo a la niña “Titireta”, la hija del titiritero, muchacha inquieta y burlona que le decía a su hermano “Tirito” y a todos los niños del vecindario que ella no creía en Papá Dios y que quien ponía los juguetes era  la mamá y el papá de los niños.

A “Titireta”, pensando que su papá no tenía dinero para comprar los regalos de Papá Dios,  se le ocurrió aquella navidad recoger estiércol de caballo para ponérselos a “Tirito” en la noche buena y reírse burlonamente de su hermano menor.

Entre tanto, en la plaza,  Don Luis Donado seguía llamando a los apostadores a probar suerte en la tramposa ruleta inmortalizada por su eterna balinera  desnivelada. “El que duro apunta duro gana”, repetía y repetía una y otra  vez hasta ya tarde en la noche cuando empezaron a llegar de todo el planeta grandes tahúres del mundo de la suerte y el azar, y con ellos llegaron estafadores, charlatanes, sablistas, embaucadores, chantajistas, timadores, embusteros, rateros, pícaros, calculadores y toda suerte de malandros habidos y por haber.  La plaza estaba repleta y alrededor de la mesa ruletera no cabía un alfiler con tanto apostador que le buscaban la caída a la tramposa ruleta para pelarla con jugosas apuestas.  Sólo se escuchaba la voz de Don Luis Donado que gritaba con emoción el número o la figura ganadora: “Unián tutiplén y múcura… ¡Número uno!”. “Sin cola  parió la lora y sin pico el perico… ¡Número cinco!”. “Se hicieron las mujeres para los hombres… ¡Número seis!”. “Perro que mucho ladra poco aprieta… ¡El perro!”. “Caballo regalado no se le mira el colmillo… ¡El caballo! “Tigre no come tigre”… ¡El tigre! Y recogía las apuestas de cada lance y las metía en una vieja y oxidada lata que en un tiempo contuvo manteca para la cocina.

Llegó el momento en el que muchos apostadores quedaron sin dinero para las apuestas y recurrieron a sus objetos de valor como relojes, anillos, pendientes, cadenas, esclavas de oro y otros; y todas estas prendas fueron a parar a la antiquísima y corroída lata que se llenó completamente para satisfacción y regocijo del viejo ruletero de ojos picarescos. 

Pero, faltando cinco minutos para las doce de la noche de aquel veinticuatro de diciembre,  el regodeo se tronchó cuando retumbó el trueno con el estruendo de mil caballos  y los presentes salieron en estampida porque el caballo del otro mundo; que no era el caballo del otro mundo, porque era el nevado corcel jineteado por Papá Noel, que en carrera desbocada tiró por el suelo mesa y ruleta y lámpara de petróleo, porque no había luz eléctrica en el pueblo, y desapareció con él la arcaica y carcomida lata repleta de  incalculable dinero, apetecidas alhajas y codiciadas morrocotas.

El trapecista se escondió en lo alto de su trapecio; el titiritero se disfrazó de muñeco y se hizo amarrar con los hilos de la realidad;  el malabarista se olvidó de sus malabares; el payaso se maquilló de seriedad; el cacharrero botó su chirimbolo; el plomero abandonó sus herramientas; el herrero  desatendió sus herrajes; el mimo se comunicaba con fluidas y elocuentes  palabras;  y el ruletero buscaba y lloraba la pérdida de su destartalada pero valiosa lata engordada por desconocidos apostadores venidos de las regiones del infernal mammón. Con su lloriqueo llegó a la iglesia y el cura le dijo haberla visto salir por la ventana porque lo encontró sin sotana; su verificación fue en balde cuando visitó al alcalde; no lo escuchó el juez por su aparente vejez; y al no poderla encontrar se fue a su casa con su triste llorar.

Y en aquel amanecer del veinticinco de diciembre, cuando la brisa del Caribe despertaba la alegría de la niñez; en casa del titiritero, “Titireta” quedó convencida de la existencia de Papa Dios porque en su casa y en todas las casas del barrio había dejado en los calcetines y en los zapatos y en las camas y bajo las almohadas de los mayores y de los niños tanto dinero como valiosas joyas jamás vistas por ojos de inocentes miradas; mientras “Tirito” buscaba insistentemente por el vecindario y por las calles de su villorrio el caballo de Papá Noel que había dejado el estiércol al lado de sus raídos calcetines. 

FERMÍN MOLINA VARGAS
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