Cuento publicado el día domingo 29 de diciembre de 2013 en el SUPLEMENTO LITERARIO del Diario LA LIBERTAD de Barranquilla; periódico de amplia circulación en la Costa Caribe colombiana y la segunda parte el domingo 2 de febrero de 2014
(Deseos de mi pequeño nieto
“motocrossista” Jairo Andrés )
Carlos
tomó su acostumbrado taburete, lo recostó sobre el viejo tamarindo del amplio
patio de su casa y se sentó en él; se quitó el sombrero, lo colocó sobre una de
sus rodillas y miró al cielo huérfano de nubes promisorias; sus cultivos no
alcanzaron a dar su anhelado fruto por falta de unos cuantos aguaceros bien
distribuidos en el año y, sin dinero en sus bolsillos, se martirizaba pensando
en la Nochebuena que se acercaba; Papá Dios no entraría por las claraboyas de
su casa a llevarles el aguinaldo a su hija Sofía quien quería una barbee con su
castillo y una muñeca de las que entonan canciones y unos patines y una batería
de plásticos juguetes para su cocina imaginaria, además: zapatos y vestidos y
coronas para reinas de belleza, porque ella era la reina de la casa; entre
tanto, Andrés, menor que Sofía, soñaba con una bicicleta para pedalear a la
velocidad del viento; soñaba, también, con una cuatrimoto tan veloz como lo
manda la imaginación, con un helicóptero a control remoto y con un balón de
fútbol para meterle goles al mejor arquero del mundo y unas manillas con un
buen bate para batearle jonrones al mejor pícher de grandes ligas.
Carlos volvió a la realidad, se colocó el sobrero sobre su tostada y semiplateada cabeza, se puso de pie, se apretó el cinturón y partió, decidido, en busca de Papá Dios en las calles de su pueblo; y, como siempre, se dirigió inicialmente a casa del gamonal para pedirle dinero a cambio de trabajo, de donde salió con las manos vacías porque a Don Fulgencio el ganado se le moría flaco y macilento en los campos carentes de pastos vivificantes
Triste y cabizbajo, condenando la excusa del ricachón de pueblo, partió para la plaza y allí estaba el titiritero y el payaso, el cacharrero y el herrero, el plomero y el malabarista, los compadres y los ahijados, los ilusos y los ingenuos, los necesitados y los humildes; y todos, como Carlos, buscando a Papá Dios, sin respuesta positiva, habían visitado al gamonal y a los pudientes del pueblo porque sabían que lo guardaban bajo alcahuetes colchones de algodones anudados, en viejos escaparates de flores en alto relieve o en anacrónicos baúles de tapas abrillantadas por el sobijo; quiso retornar pero una voz conocida lo detuvo cuando oyó un pregón que se escuchó en las cuatro esquinas de la plaza: “El que duro apunta duro gana”. Era Don Luis Donado llamando a los apostadores a probar suerte en su ruleta inmortalizada por los designios de la popularidad y, Carlos caminó, decidido a ganarse el “Papá Dios” de sus hijos, hasta llegar a la ruleta; sobre el tapete de la mesa invitaba el conejo y la garza, el águila y la jirafa, el perro y el gato, el sol y la luna; y, también, el uno, el dos y el tres; el cuatro, el cinco y el seis; el siete, el ocho y el nueve; el cero y el doble cero. Carlos esculcó sus bolsillos y sacó lo poco que llevaba en ellos, quiso apostarle a la garza pero gritó Don Luis Donado: “¡Fuere mano! ¡No se acepta apostar cuando faltan dos vueltas Para pararse la ruleta!”. La brisa del Caribe ayudaba al rodamiento de la ruleta; en la plaza, los asiduos parroquianos, sin sonrisa en sus rostros, se martirizaban pensando en un Papá Dios cargando el saco repleto de juguetes inagotables para sus hijos buenos y, al detenerse la ruleta, Don Luis Donado sonriendo y mirando a Carlos, su primer apostador del día, anunció con propiedad la figura ganadora: “¡Conejo… No come lejos!”; El viejo fullero mostró el conejo en el tapete y decidió poner a girar la ruleta en un nuevo lance, soltando su frase para motivar a los apostadores: “Va nuevamente la suerte, quien duro apunta duro gana!”. Carlos miró el tapete, seguía enamorado de la blancura de la garza y la miraba, también, una y otra vez pasar erguida en la ruleta que giraba y giraba hipnotizando al apostador; él la estaba calculando fríamente, no podía fallar; aquella garza tenía que pararse triunfante en la indicadora plumilla, contó el dinero y lo colocó justo en el ala de la zancuda que miraba coquetona en el tapete. Nuestro amigo, en fracción de segundos, se sintió sin un centavo y pensando que el desayuno de sus hijos volaría con la garza a los bolsillos del viejo ruletero de ojos picarescos , con la rapidez del rayo, retiró la apuesta y se fue para la casa con la mirada enterrada en el desencanto y pensando que el aguinaldo llegaría con los reyes magos.
Carlos volvió a la realidad, se colocó el sobrero sobre su tostada y semiplateada cabeza, se puso de pie, se apretó el cinturón y partió, decidido, en busca de Papá Dios en las calles de su pueblo; y, como siempre, se dirigió inicialmente a casa del gamonal para pedirle dinero a cambio de trabajo, de donde salió con las manos vacías porque a Don Fulgencio el ganado se le moría flaco y macilento en los campos carentes de pastos vivificantes
Triste y cabizbajo, condenando la excusa del ricachón de pueblo, partió para la plaza y allí estaba el titiritero y el payaso, el cacharrero y el herrero, el plomero y el malabarista, los compadres y los ahijados, los ilusos y los ingenuos, los necesitados y los humildes; y todos, como Carlos, buscando a Papá Dios, sin respuesta positiva, habían visitado al gamonal y a los pudientes del pueblo porque sabían que lo guardaban bajo alcahuetes colchones de algodones anudados, en viejos escaparates de flores en alto relieve o en anacrónicos baúles de tapas abrillantadas por el sobijo; quiso retornar pero una voz conocida lo detuvo cuando oyó un pregón que se escuchó en las cuatro esquinas de la plaza: “El que duro apunta duro gana”. Era Don Luis Donado llamando a los apostadores a probar suerte en su ruleta inmortalizada por los designios de la popularidad y, Carlos caminó, decidido a ganarse el “Papá Dios” de sus hijos, hasta llegar a la ruleta; sobre el tapete de la mesa invitaba el conejo y la garza, el águila y la jirafa, el perro y el gato, el sol y la luna; y, también, el uno, el dos y el tres; el cuatro, el cinco y el seis; el siete, el ocho y el nueve; el cero y el doble cero. Carlos esculcó sus bolsillos y sacó lo poco que llevaba en ellos, quiso apostarle a la garza pero gritó Don Luis Donado: “¡Fuere mano! ¡No se acepta apostar cuando faltan dos vueltas Para pararse la ruleta!”. La brisa del Caribe ayudaba al rodamiento de la ruleta; en la plaza, los asiduos parroquianos, sin sonrisa en sus rostros, se martirizaban pensando en un Papá Dios cargando el saco repleto de juguetes inagotables para sus hijos buenos y, al detenerse la ruleta, Don Luis Donado sonriendo y mirando a Carlos, su primer apostador del día, anunció con propiedad la figura ganadora: “¡Conejo… No come lejos!”; El viejo fullero mostró el conejo en el tapete y decidió poner a girar la ruleta en un nuevo lance, soltando su frase para motivar a los apostadores: “Va nuevamente la suerte, quien duro apunta duro gana!”. Carlos miró el tapete, seguía enamorado de la blancura de la garza y la miraba, también, una y otra vez pasar erguida en la ruleta que giraba y giraba hipnotizando al apostador; él la estaba calculando fríamente, no podía fallar; aquella garza tenía que pararse triunfante en la indicadora plumilla, contó el dinero y lo colocó justo en el ala de la zancuda que miraba coquetona en el tapete. Nuestro amigo, en fracción de segundos, se sintió sin un centavo y pensando que el desayuno de sus hijos volaría con la garza a los bolsillos del viejo ruletero de ojos picarescos , con la rapidez del rayo, retiró la apuesta y se fue para la casa con la mirada enterrada en el desencanto y pensando que el aguinaldo llegaría con los reyes magos.
Y en la mañana del veinticinco de diciembre, mientras las hijas e hijos de las familias pudientes se divertían a sus anchas con el Papá Dios que los retoños de Carlos anhelaban, en un rincón de una casa de bahareque, Sofía miraba a los abotonados ojos de su muñeca de trapo y en el amplio patio, Andrés saltaba y corría; corcoveaba y relinchaba jineteando su rústico caballito de palo.
Y cuando el mundo de los ricos se olvidaba de la sonrisa de los niños pobres; Carlos, recordando sus mejores tiempos y condenando los años tan difíciles que vivía, soltó un grito que se ahogó en el torrente impetuoso de su corazón dolido.
¡Ah mundo, si te viera mi abuelo por un hoyito!
II
De aquel veinticuatro de diciembre, recordaba el abuelo a la
niña “Titireta”, la hija del titiritero, muchacha inquieta y burlona que le
decía a su hermano “Tirito” y a todos los niños del vecindario que ella no
creía en Papá Dios y que quien ponía los juguetes era la mamá y el papá de los niños.
A “Titireta”, pensando que su papá no tenía dinero para
comprar los regalos de Papá Dios, se le
ocurrió aquella navidad recoger estiércol de caballo para ponérselos a “Tirito”
en la noche buena y reírse burlonamente de su hermano menor.
Entre tanto, en la plaza,
Don Luis Donado seguía llamando a los apostadores a
probar suerte en la tramposa ruleta inmortalizada por su eterna balinera desnivelada. “El que duro apunta duro gana”,
repetía y repetía una y otra vez hasta
ya tarde en la noche cuando empezaron a llegar de todo el planeta grandes
tahúres del mundo de la suerte y el azar, y con ellos llegaron estafadores,
charlatanes, sablistas, embaucadores, chantajistas, timadores, embusteros,
rateros, pícaros, calculadores y toda suerte de malandros habidos y por
haber. La plaza estaba repleta y
alrededor de la mesa ruletera no cabía un alfiler con tanto apostador que le
buscaban la caída a la tramposa ruleta para pelarla con jugosas apuestas. Sólo se escuchaba la voz de Don Luis Donado
que gritaba con emoción el número o la figura ganadora: “Unián tutiplén y
múcura… ¡Número uno!”. “Sin cola parió
la lora y sin pico el perico… ¡Número cinco!”. “Se hicieron las mujeres para
los hombres… ¡Número seis!”. “Perro que mucho ladra poco aprieta… ¡El perro!”.
“Caballo regalado no se le mira el colmillo… ¡El caballo! “Tigre no come
tigre”… ¡El tigre! Y recogía las apuestas de cada lance y las metía en una
vieja y oxidada lata que en un tiempo contuvo manteca para la cocina.
Llegó el momento en el
que muchos apostadores quedaron sin dinero para las apuestas y recurrieron a
sus objetos de valor como relojes, anillos, pendientes, cadenas, esclavas de
oro y otros; y todas estas prendas fueron a parar a la antiquísima y corroída
lata que se llenó completamente para satisfacción y regocijo del viejo ruletero
de ojos picarescos.
Pero, faltando cinco
minutos para las doce de la noche de aquel veinticuatro de diciembre, el regodeo se tronchó cuando retumbó el
trueno con el estruendo de mil caballos
y los presentes salieron en estampida porque el caballo del otro mundo;
que no era el caballo del otro mundo, porque era el nevado corcel jineteado por
Papá Noel, que en carrera desbocada tiró por el suelo mesa y ruleta y lámpara
de petróleo, porque no había luz eléctrica en el pueblo, y desapareció con él
la arcaica y carcomida lata repleta de
incalculable dinero, apetecidas alhajas y codiciadas morrocotas.
El trapecista se
escondió en lo alto de su trapecio; el titiritero se disfrazó de muñeco y se
hizo amarrar con los hilos de la realidad;
el malabarista se olvidó de sus malabares; el payaso se maquilló de
seriedad; el cacharrero botó su chirimbolo; el plomero abandonó sus
herramientas; el herrero desatendió sus
herrajes; el mimo se comunicaba con fluidas y elocuentes palabras;
y el ruletero buscaba y lloraba la pérdida de su destartalada pero
valiosa lata engordada por desconocidos apostadores venidos de las regiones del
infernal mammón. Con su lloriqueo llegó a la iglesia y el cura le dijo haberla
visto salir por la ventana porque lo encontró sin sotana; su verificación fue
en balde cuando visitó al alcalde; no lo escuchó el juez por su aparente vejez;
y al no poderla encontrar se fue a su casa con su triste llorar.
Y en aquel amanecer
del veinticinco de diciembre, cuando la brisa del Caribe despertaba la alegría
de la niñez; en casa del titiritero, “Titireta” quedó convencida de la
existencia de Papa Dios porque en su casa y en todas las casas del barrio había
dejado en los calcetines y en los zapatos y en las camas y bajo las almohadas
de los mayores y de los niños tanto dinero como valiosas joyas jamás vistas por
ojos de inocentes miradas; mientras “Tirito” buscaba insistentemente por el
vecindario y por las calles de su villorrio el caballo de Papá Noel que había
dejado el estiércol al lado de sus raídos calcetines.
FERMÍN MOLINA VARGAS
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