Aquella
tarde escuchó a lo lejos el delirante himno del carnaval de Barranquilla que
convidaba al destierro de perezas enquistadas en la modorra citadina. Corrió a
la puerta principal de su casa y se asomó a la calle para contagiarse de la
alegría desbordante que trasmitían disfraces y comparsas y brisa jacarandosa y
flauta y tambor llamador de la cumbia de Chorrera; dio media vuelta y,
olvidándose de las obligaciones cotidianas, entró a su cuarto, buscó
desesperadamente en un viejo y respetado
baúl que, entre añejas piezas de románticos recuerdos, encontró lo que
ansiosamente buscaba; miró al anhelado vestido y sonrió satisfactoriamente;
sacudió y desempolvó el eterno traje de cumbiambera; se calzó unos cómodos
y viejos zapatos de gamuza; engarzó en sus orejas unos arcaicos y enormes aretes
que le llegaban hasta el hombro; se aplicó escandaloso rubor; se pintó los
labios con los colores de la pasión; se peinó el cabello dejándose la cola de
caballo; se ajustó el sombrero vueltiao recién comprado; se acomodó el antifaz
para esconder su identidad; se miró en el espejo y partió, perdiéndose en los
delirantes carnavales de mi tierra tropical.
Hoy me contaron que la vieron bañarse con exóticas
espumas en el Reinado del Sirenato del Municipio de Puerto Colombia, acompañada por ondinas alcahuetes y
tentadores pulpos. La observaron revolcando su radiante ombligo en los gérmenes
pringados de pelusas propias del afrodisíaco sorgo en el Festival y Reinado
intermunicipal del Millo de Juan de Acosta. Se embriagó con el alentador elixir
del incitante entusiasmo en la ardorosa noche de Guacherna en La Arenosa.
Derrochó energías tejiendo frenéticamente los cadenciosos ritmos caribeños, en
el reinado intermunicipal del folclor del Municipio de Galapa. Se
envileció zapateando el pegajoso engrudo
del provocativo almidón de la excitación Mocaná, en el Reinado de la Yuca y el
Totumo de Tubará. Se confundió entre las bellas candidatas de ondulantes y
sugestivas cinturas desparramando sensualidad en el Reinado Intermunicipal de
Santo Tomás. Entregó a los marimondas, a la Danza del Garabato y a la del Congo
Grande toda la voluptuosidad contenida en el ímpetu de sus impulsos, bailando
frenéticamente en la imperativa Batalla de Flores de La Puerta de Oro de Colombia.
Se saturó de comparsas y de abrillantados y sudorosos músculos de negros
palenqueros en el Carnaval del Sur del bulevar del Barrio Simón Bolívar. La vio
la noche de neón y luces multicolores del bajo mundo, hastiada de prohibidos
amoríos; Endulzó el mar de su arrebato,
libando el sumo que brota a cántaros de sicalípticas seducciones en el
Festival de la Palma Amarga del
Municipio de Piojó. El martes de carnaval, se paseó cargando los corotos de la
nostalgia y llorando mares de simulación
la muerte del inmortal Joselito Carnaval. Y, el miércoles, extenuada,
embadurnada, aparentando ingenuidad, se quitó el antifaz del libertinaje; que,
para desterrar el descuido de la cara y el acumulado y apelmazado polvo
parrandero, se bañó con detergentes de la quinta esencia; y, buscando
redención, como si nada hubiera pasado en su reciente pasado de incontenible
locura, entró al templo y, en su pecadora y promiscua frente, se puso
la sagrada Cruz de Ceniza consagrada.
¡Ah mundo, si te viera mi abuelo
por un hoyito!